El pasado martes se celebraba la festividad de Santo Tomás de Aquino. Coincidiendo con esta celebración, como cada año, se procedía con el solemne acto de investidura de los nuevos doctores en la Universidad. En este caso, a mi me tocaba asistir al acto convocado por la Universidad Politécnica de Madrid.
Provisto del correspondiente traje académico -equipado con el preceptivo birrete, la pajarita blanca y los guantes de hilo del mismo color que distinguen por su “pureza” a los nuevos doctores-, acudía, muy bien acompañado, a la cita en el Paraninfo del Rectorado de la mencionada institución académica.
En el interior del edificio, autoridades, empleados, doctores intentando seguir un desconocido y olvidado protocolo y familiares se agolpaban en unas instalaciones que se mostraban incapaces de ofrecer el aforo necesario.
El acto se desarrollaba siguiendo la tediosa ceremonia que este año debían cumplir 338 nuevos doctores; cuya investidura era seguida por la entrega de numerosos premios. Pero era el discurso de nuestro Rector el que motivaba la reflexión que a esta entrada daba origen.
Se trataba de un discurso pesimista, con tono desesperanzado, que glosaba las penurias que la profesión investigadora vive en nuestro país. Una situación que, fruto de una política económica miope, nos empuja a hipotecar nuestro futuro competitivo a fuerza de recortar los recursos destinados a la inversión en I+D+i.
El sonido de ese discurso se mezclaba en mi cabeza con la imagen de aquel protocolo académico perdido en la memoria de una institución en franca decadencia.
Hablaba nuestro Rector de la necesidad de seguir “resistiendo” la merma de recursos y de no cejar en el empeño de volver a una España que nos empuja a un nuevo éxodo, más cualificado quizás pero igual de dramático, salvando las distancias históricas que el vivido por los padres o abuelos de algunos de nosotros.
Mientras tanto no dejaba de pensar en cómo hemos ido perdiendo nuestra identidad como institución; en cómo hemos condenado al olvido el indispensable papel que la Universidad ha tenido en el progreso socio-técnico de esta construcción social compartida e inacabada que llamamos sociedad de la información. Una pérdida irreparable que, en aquel instante, relacionaba con un patente desapego con las tradiciones asociadas al protocolo del acto solemne al que habíamos concurrido numerosos investigadores, profesionales de empresa, docentes, etc.
Es cierto, nos enfrentamos al futuro con numerosos handicaps en nuestra contra. Contamos, al mismo tiempo, con el talento, las capacidades, habilidades y la experiencia necesarias para afrontar ese futuro con decisión. Esa es la cuestión.
Es una cuestión de principios: ya no se trata tanto de estar preparados, sino de estar dispuestos.
Se trata de estar dispuestos a mirar cara a cara a nuestros colegas de otros países y de otras instituciones convertidas en iconos de la excelencia investigadora; de utilizar nuestra creatividad para “abrir el melón de la investigación” a la realidad de una actividad que debe realizarse, necesariamente, en red… en la Red. Se trata de pensar en cómo sacar partido de nuestras bazas, por escasas que parezcan, para “golpear y seguir avanzando”.
Se trata, en definitiva, de volver a vestir nuestro ajado traje académico, con el orgullo, la dignidad y el “honor” de que una vez nos investía nuestra propia profesionalidad y no el birrete. De eso se trata.
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